Gloomy Sunday



     La primera vez que intenté suicidarme fue cuando tenía unos diecisiete años y descubrí que mi novio no era nada más mío (Dios, qué drama).
Pero recuerdo bien que desde los siete u ocho años le decía a mi mamá que me quería morir. ¿Por qué? Digo, ¿qué clase de niña le dice eso a su mamá? No quiero ni imaginar qué sintió mi madre cuando me escuchaba o leía mis notas de "me quiero morir".

Yo también tengo mis razones, pero uno sabe que no es tan fácil hacer que la gente entienda lo mal que te pueden hacer sentir.
Que me pueden llevar del cielo al infierno con tres palabras en cinco segundos; que si bajan un poquito la mirada acaban con mi amor propio.

No es que odie la vida, al contrario. Me encanta respirar. Me encanta saberme capaz de tantas cosas.
Es algo más profundo: hacer daño.
Cuando uno se suicida no busca una salida, ni sólo llamar la atención. Más que eso, uno busca hacer sentir culpable a alguien. Y ni creo que sea de cobardes o valientes, creo que se trata del ímpetu de las personas suicidas.

¿Qué tanto me importa que mi novio vaya a terminar conmigo porque prefiere a la mesera de su trabajo? Lo suficiente para dejar mi vida en su conciencia, va.

A las personas como yo (porque hay más, algunas diagnosticadas como borderline, otras simplemente muy intensas) no nos interesa mucho si dejamos de vivir o le seguimos a la talacha porque siempre estamos disfrutando de todo. Incluso del dolor. Incluso de la tristeza, de los funerales, las mentadas de madre y las humillaciones.

Creo que es eso lo que hace que no tenga un miedo real a la muerte per se, y de ello tengo ocho marcas en mis muñecas, de siete años atrás; un par de líneas más, y el recuerdo de la indigestión causada por antidepresivos, analgésicos y cerveza artesanal, de hace un año; y tal vez otro par de líneas superficiales del domingo pasado.

¡Me urge regresar al gym!

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